Síndrome postvacacional
La vuelta a la actividad laboral después del verano trae, año tras año, la cansina repetición de una dinámica, ya un patrón, en las redes sociales.
Todo comienza con personas que manifiestan su descontento con tener que volver al curro tras las vacaciones.
Habitualmente, estas quejas despiertan a su alrededor un coro de voces solidarias, unidas por el dolor que les causa la ausencia del olor a mar, la lejanía de la paella o el arrepentimiento por no haber llegado a visitar aquella pequeña aldea, cuyo evocador nombre apenas se distinguía en aquella señal desvencijada, porque les apartaba de la ruta principal de su viaje.
Hasta aquí, todo fluye con suavidad. Nos abrazamos virtualmente mediante la queja amarga por la lejanía de lo vivido. Nos damos palmaditas digitales en la espalda y nos animamos a mirar con esperanza hacia el año que viene, sabedores de que el camino es largo y lleno de piedras, pero también de que el verano siempre acaba volviendo.
Sin embargo, las dos piezas anteriores, enunciación y coro, suelen venir acompañados de una tercera, mucho menos armoniosa. El Grinch de septiembre.
Justo cuando la terapia colectiva virtual alcanza su clímax, aparece alguien (99,9% de probabilidades de que sea varón) en tu timeline que suelta algo como "pues a mí me encanta mi trabajo y los que os quejáis tanto de volver a trabajar dais pena y deberíais cambiaros de trabajo ya".
Creer que otros dan pena por anhelar las vacaciones. Ese es el nivel.
No me gusta juzgar con excesiva dureza a quienes dicen esas cosas en Twitter o en LinkedIn, porque nunca sabes si esa persona ha sufrido recientemente un grave episodio de hipoxia cerebral y su merma es sobrevenida, no construida piedra sobre piedra, a lo largo de los años, cimentada sobre una capa bien asentada de mezquindad.
Lo que sí tengo claro es que nunca querría en mi equipo a alguien que piense de esa manera. No por lo que piensa, sino por todo lo contrario: por lo poco que piensa.
Anhelar las vacaciones no es sinónimo de odiar tu trabajo, ni de estar a disgusto en él. Pueden concurrir ambas circunstancias, pero una no implica a la otra necesariamente.
Y qué decir de lo de recomendar a la ligera lo del cambio de trabajo, como si para la mayoría de las personas mejorar su situación laboral fuera una mera cuestión de desearlo con la suficiente fuerza. Quienes piensan así demuestran una marcada miopía intelectual, incapaces de ver con claridad más allá de unos pocos metros a su alrededor. Y, por supuesto, incapaces de ponerse en la piel de los otros ni por un segundo.
Además, el Grinch de septiembre no suele contemplar otra situación posible: puede encantarte tu trabajo, pero puede gustarte todavía más estar de vacaciones. Desde mi forma de ver la vida, esa es la situación ideal.
Da igual lo muchísimo que te guste tu trabajo: es bastante natural y bastante probable que disfrutes más de ser dueño de tu tiempo y de tus opciones, de elegir tus compañías y tus actividades, de descubrir cosas nuevas, de descansar con placidez o de, simplemente, romper con la rutina. Y nada de eso va en desdoro de tu capacidad profesional ni de tu implicación en tu trabajo.
Quizá lo que les ocurre a muchos de esos Grinchs de septiembre es que les hastían las compañías y las actividades a las que se enfrentan en vacaciones. O que no tienen nada con lo que llenar el vacío que les dejan las horas de oficina. Quizá, si ese es el caso, en lugar de recomendar a otros que cambien de trabajo, lo que deberían hacer ellos es cambiar de vida, que ese sí es un trabajo apasionante.